( † ) Othón Arróniz
‘Bitácora Sentimental’
Nuestros remotos antepasados, en la edad mesozoica, cuando vivían en los árboles, tenían la extraña y despiadada costumbre de deshacerse de los viejos de la manera siguiente: Cuando habían llegado a la provecta edad de treinta y cinco años, la tribu los hacía bajar de los árboles y cada vez que aquellos ancianos pretendían subir otra vez les golpeaban los nudillos con un palo o con lo que fuera. Así se morían de hambre poco a poco, a pesar de que caía de vez en vez alguna frutecilla madura en sus callosas manos. Un día expiraban, recargados en algún tronco, iluminados por el sol del poniente, con los bigotes blancos y la barba de lama gris.
Entonces la tribu bajaba de los copudos almendros y llevaban el cuerpo del extinto a la próxima cueva. Sobre las paredes de la misma hacían inscripciones que hoy nos parecen crípticas, pero que no querían significar sino el deseo de que el difunto no volviese más por allí. En las cuevas de Altamira, si usted pone atención, hallará estas inscripciones repetidas varias veces. Nada de velorios y cantos mortuorios; volvían a los árboles y empezaba la más desordenada orgía, columpiándose unos de un árbol a otro, llevando a su muchacha, abrazada a la espalda.
La dieta obligada de castañas y plátanos, producía desarreglos intestinales horrorosos y de mal gusto, sobre todo para los vecinos de las ramas inferiores, pero comer sólo castañas era, por lo contrario, un afrodisiaco de primer orden y he aquí por qué la civilización nació de estas minucias.
Uno de aquellos primates, que se decía a sí mismo barón de Neanderthal en medio de las risas de sus compañeros de árbol se enamoró de la mujer del conde de Cromagnon, que era el que más pelos tenía en el pecho y aquel que escupía más lejos desde la copa del almendro.
Un día en que a Cromagnon le quitaban las pulgas de la cabeza, Neanderthal aprovechó para hacerle señas a la muchacha con la palma de la mano y ésta aceptó seguirlo a una frondosa rama que se cimbraba violentamente con los dos enamorados dejando caer, imprudentemente sobre Cromagnon un zapote maduro.
Antes de que se produjera un drama, la tribu decidió expulsar a Neanderthal y a golpes fue bajado de los árboles a tierra firme. Allí estuvo día tras día, sin comer oyendo las burlas que se le dirigían.
Sin nada que hacer, observó cómo de los huevecillos de la frutas caídas nacían unas plantitas que las hormigas arrieras se comían con fruición.
Se fue a la planicie con una dotación de huevecillos y semillas y les plantó por aquí y por allá y bien pronto empezaron a crecer monstruosas matas de maíz; naranjas como catedrales, árboles de mango que desgajaban sus ramas con el peso de la fruta, cañas de azúcar que cubrían a un pequeño dinosaurio, etc.
Poco a poco, los miembros de la tribu fueron desertando y uniéndose a aquel venturoso ejido. Sólo Cromagnon se quedó con su mujer y en la selva, haciéndole a todos señales obscenas desde la copa de los árboles.
Para protegerse, los miembros de la tribu se refugiaban en las noches en las cavernas vecinas. Allí estaban sus viejas inscripciones y pinturas rupestres. Un día descubrieron con asombro una que ninguno de ellos había hecho: una cruz.
El tacto
moisés alastor
‘Diario Nómada’
“¿Y qué es el tacto?”, pregunta Pedro Sorela a John Berger, escritor y crítico de arte inglés, hace unos años, cuando Sorela capitaneaba el barco cultural del diario El País y todavía se hacían entrevistas sustanciosas a escritores de los que es difícil encontrar un solo libro en los grandes centros comerciales de cualquier capital.
Berger respondió:
“Es lo que ocurre naturalmente cuando dos seres se aman, en el momento en que se entienden. Las personas se hieren cuando el tacto ha pasado. El tacto es una forma de meterse cada uno en el espacio del otro: hay una complicidad, un complot, una especie de conspiración. Juntos desafiamos la vida”.
Al leer las palabras de Berger recordé a Ismael, aunque pudiera haber sido cualquier otro rostro, como si en la boca del escritor pudiera transcribirse, una a una, la imagen de todos aquellos que almacenan caricias para enfrentarse a la soledad. El tacto es hoy el sentido más ignorado, salvo para aquellos que no tienen nada que oír, ni probar, ni ver. Ismael era una de esas personas.
Le recuerdo caminando, con pasos cortos, desequilibrados, como si la fuerza de sus 25 años se hubiera precipitado urgentemente hacia la vejez. Iba agarrado de la mano de su mejor amigo en la sabana de Burkina Fasso, en el corazón del oeste africano. Con la complicidad del tacto, Ismael le contó a su amigo que un día robó pan. El hambre, le dijo, era ya insoportable. El dueño de la tienda le sorprendió y le disparó, dejando rastros de plomo en su cabeza. Ismael le cuenta a su amigo que en África una barra de pan es demasiado cara. Cuesta, exactamente, una bala y dos años de prisión.
Le recuerdo a sus 25 años, caminando con una sonrisa constante, que era su forma de decir “gracias por seguir vivo”. Las secuelas de esa bala en su cabeza le impiden levantarse sin perder el equilibrio. Tiene la vista también mermada, pero en el abismo gris de aquel recuerdo encontró un espacio de luz a través del tacto; la piel a través de otra piel. “Juntos desafiamos la vida”.
Después de él vería a otros hombres con sus manos entrelazadas a orillas de ríos secos y lagos de tierra cuarteada. Muchas personas en África buscan pequeños rincones de sombra para contarse historias a plena luz del día. En esos lugares sin decoración las palabras se convierten en muebles, en cuadros, en espejos… El tacto, a su vez, se convierte en palabras.
Pero más allá del lenguaje de los sentidos, pasar las horas en la sombra tenía para muchos de ellos una razón estrictamente vital. Con temperaturas de 50 grados, enfermedades endémicas como la malaria, sin empresas ni posibilidades de sembrar, despertar un día más era un regalo de la muerte hacia la vida. La historia en algunos lugares no se cuenta por años, sino por amaneceres. En lo más profundo del África negra, ellos desafiaban cada uno de estos días estrechando sus manos. Era una especie de rebelión popular entre los dedos, una especie de conspiración… El tacto.
1 Recluida en el sopor del domingo la palabra anida en la inspiración. Como vigilia de resurrección. Como el ‘Hágase primigenio’.
2 La evocación se instaló gozosa en el corazón. Brevedad rota por la vibración de un nuevo adiós. A estas alturas sólo resucita el dolor.
3 En el plural se hace viral la palabra, el milagro del pan y la empatía de los cuerpos. En el plural incluso el demonio se hace Legión.
4 En la roca que vigila la entrada de los sueños, una inscripción redime la fe perdida de Dante: ‘Llena tu corazón de esperanzas’.
5 En la parsimonia de ciertos domingos hay mensajes cifrados, sabiduría antigua que habla de amor y milagros. Son esos domingos de resurrección.
Microcuento
Cancha neutra
Esa diablita tenía ojos de cielo.
Ese ángel era un pobre diablo.
Se fueron a vivir felices... al purgatorio.