La Ciudad de México ha sido testigo de innumerables historias de crimen, pero pocas han causado tanto asombro y desconcierto como la de Gregorio Cárdenas Hernández, mejor conocido como "Goyo". Su vida estuvo marcada por una inteligencia prodigiosa, trastornos psicológicos y una serie de asesinatos que lo convirtieron en el primer asesino serial documentado en México. Sin embargo, su historia tomó un giro inesperado cuando, tras cumplir su condena, fue recibido como un hombre rehabilitado.

El origen de un criminal

Nacido en Córdoba, Veracruz, en 1915, Goyo creció bajo la influencia de una madre dominante que lo amamantó hasta los 17 años, una relación que sería clave en su desarrollo emocional. Aunque su madre lo describía como un joven dócil, sus compañeros de escuela lo veían como un individuo perturbador, capaz de actos crueles como colocar estiércol en dulces o prender fuego al cabello de sus amigas. A pesar de estos signos alarmantes, su inteligencia lo llevó a recibir una beca de Pemex para estudiar química en la UNAM.

Sin embargo, su infancia también estuvo marcada por la enfermedad. Una encefalitis le provocó daño neurológico irreversible, lo que, según el criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón, pudo influir en su comportamiento criminal. A esto se sumaba su crueldad con los animales y una vida sexual precoz y conflictiva, elementos que suelen aparecer en los perfiles de asesinos en serie.

Los asesinatos que estremecieron a México

Entre agosto y septiembre de 1942, en su casa de Tacuba, Goyo asesinó a cuatro mujeres: María de los Ángeles González Moreno, Raquel Martínez León, Rosa Reyes Quiroz y Graciela Arias Ávalos. Todas fueron estranguladas con un mecate y enterradas en su jardín. No satisfecho con la muerte, se presume que experimentó con sus cuerpos, inyectándoles tintes y practicando necrofilia.

Su método, frío y calculador, cambió con el último asesinato. Graciela no era una prostituta como las demás, sino una conocida, y al darse cuenta de que había roto su propio "código", perdiendo el control, intentó evadir la realidad internándose en un hospital psiquiátrico. Pero su juego no duró mucho. Tras el hallazgo de los cuerpos, confesó con un escalofriante temple y redactó su propia declaración mecanografiada, tratando de manipular el proceso judicial alegando demencia. No obstante, las pruebas eran contundentes: un diario detallado sobre los crímenes, testimonios y su propia arrogancia lo delataron.

De asesino a "ciudadano ejemplar"

Sentenciado a prisión, fue trasladado al Palacio Negro de Lecumberri y luego a La Castañeda, donde intentó escapar y vivir como maestro rural. Tras ser recapturado, pasó los años en prisión convirtiéndose en un personaje peculiar. Se graduó como abogado, escribió revistas y novelas, pintó más de 70 cuadros e incluso formó una familia desde la cárcel, manteniéndolos con los ingresos de su tienda y regalías literarias.

Pero la sorpresa más grande llegó en 1976 cuando, tras una apelación de su familia, el presidente Luis Echeverría le concedió el indulto. Al salir de la cárcel, no encontró rechazo ni condena pública. Al contrario, fue recibido por la prensa como un "hombre rehabilitado". Lo más insólito ocurrió en la Cámara de Diputados, donde fue ovacionado como un "ejemplo de reinserción social". Además, autoridades culturales de Morelos lo invitaron a exponer su obra en el ex convento de Tepoztlán, y su historia fue adaptada al teatro en El Criminal de Tacuba.

Un legado de controversia

Gregorio Cárdenas Hernández falleció en 1999, dejando un legado de contradicciones. Para algunos, fue un monstruo que nunca debió haber sido liberado; para otros, un caso inédito de rehabilitación y redención. Sin embargo, su historia sigue causando escalofríos, no solo por sus actos, sino por la manera en que la sociedad lo aceptó nuevamente en sus filas.

El "Estrangulador de Tacuba" nos recuerda que la línea entre la locura y la genialidad, entre la monstruosidad y la aceptación, puede ser más difusa de lo que imaginamos

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