A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios”. Jaime Sabines (Me encanta Dios/Poema) “Observado por primera vez un oso comiéndose un delfín” (Diario El País, 11 de junio. 2015) Hay un asunto en la tierra más importante que Dios y es que naide escupa sangre pa’que otro viva mejor”. Atahualpa Yupanqui (Preguntitas sobre Dios)
Escucho el corazón de un bebé. Su madre está al lado, observando en una pantalla la imagen de ese hijo que crece en su vientre. No hay silencios entre latido y latido; nunca había sentido algo con tanta claridad. El ritmo cardíaco del bebé es frenético e impaciente, un impulso de desmesura por brotar y romper los moldes de la quietud, de ese breve instante que precede al ser. Cuando nazca, su corazón se estabilizará y se abrirán los espacios del silencio. Surgirá el equilibrio.
Frente a la consulta, una docena de obreros abren surcos sobre la avenida. Los picos y las palas se alzan y caen a un ritmo casi milimétrico. En el momento que transcurre antes del choque entre el acero y la tierra hay un segundo de tensión. Después de quince o veinte golpes los trabajadores descansan dejando un eco de árboles caídos. Detrás de ellos camina una fila de peatones con cadencia: uno dos, uno dos… En sus pasos no hay geometría ni cálculos matemáticos; sí armonía y cierta predicción. El cuerpo tiende siempre al equilibrio.
Me siento en una cafetería, abro un libro y leo: Baruch Spinoza nació en Ámsterdam en 1642. Después de ser expulsado de la comunidad judía empieza a trabajar como pulidor de vidrios ópticos, y allí, entre cristales, germina su teoría sobre la vida. Llamarlo Dios o Naturaleza, poco importa, decía. Todo es una extensión de la sustancia o el ser primero. Todos somos una parte de ese Dios sin rostro, pensante y materia a la vez. La naturaleza está en todo y todos somos parte del otro.
Al lado de la mesa, junto a la taza de café, hay una maceta y una planta de hojas verdes y simétricas; una parte del todo. Cada hoja está atravesada por vetas paralelas y casi imperceptibles que me recuerdan a los cuadros de Van Gogh. Los dibujos del pintor holandés están llenos de energía, trazos que cruzan la tierra y se extienden por cada objeto como líneas de una mano. Sus dibujos son electricidad, o savia, en este caso. Dicen que Van Gogh amaba tanto la vida que llegó a obsesionarse con el origen, intuyendo que todo procedía de una misma materia. Su búsqueda existencial, desnuda de ideologías, le llevó a apostarlo todo con el riesgo de perderse, una y otra vez. Pagó un precio muy alto por ello: la locura.
Creo imaginarle como un espíritu adánico, puro, entre las frías paredes de un manicomio. Un hombre fuera de su tiempo, como el indígena que define su país con un árbol genealógico antiguo donde cada montaña y arroyo es una obra de sus antepasados. Observo los cerros y los veo ahora ahogados de casas y ejidos en venta, sin equilibrio.
En lo alto de uno de esos cerros, cercado por la ciudad, Armando ara la tierra con dos bueyes. No existen animales más dóciles que ellos. Un minuto de su vida equivale a varias horas de la nuestra, de ahí sus pasos lentos y la impaciencia del hombre cuando los pastorea. Escucho los jadeos de Armando animándoles a jalar la yunta. Sus jadeos suenan a simulación, como si él también estuviera amarrado a las maderas… Pero no, no es simulación. Los animales tiran con el cuello tenso y levantan la tierra, pero Armando parece sentir el esfuerzo, no en forma de tensión muscular, es un esfuerzo energético, vital, como si animal y hombre estuvieran unidos por un cordón umbilical.
La madre espera fuera de la consulta para pedir una nueva cita. En ese tiempo acaricia su vientre y habla en silencio a su bebé. Saca del bolso un libro de García Lorca y comienza a leer: “Agua, ¿dónde vas? / Riyendo voy por el río / a las orillas del mar / Mar, ¿a dónde vas? / Río arriba voy buscando / fuente donde descansar”. Observo a la madre y recuerdo el latido del bebé. Rousseau decía que el origen de las lenguas es metafórico. Al principio se habló en poesía y sólo mucho tiempo después se pensó en razonar. El latido del bebé es poesía. Los osos, ahora, comen delfines.
Credo
Creo en el dios que está en el sembradío, el del sentido común, siempre creador, el dios que expresa la esencia de su amor en el genoma, la paz y el albedrío.
Creo en el dios del azar y el algoritmo que deja un algo suyo en cada cosa, el dios de Nietzsche, Einstein y Spinoza, que comparte los ecos de su ritmo.
Creo en el dios que siempre va adelante conjugando sus nuevas cogniciones y es una luz para otros caminantes.
Verbo original que fluye en oraciones para entender la gracia de un instante y a ese buen dios que toca corazones.
Yo Soy
El verbo se hace carne y resucita con designio de palabra bienhechora y en la paz luminosa de la aurora hay un viento dichoso que recita. Regios versos de amor a la deidad que ha vencido el silencio de la muerte y consigue que el mundo se despierte pues es verbo de buena voluntad. Esencia milagrosa que palpita en el fiat, los mares y los versos y renace en la palabra que se excita. Bendición que llega sin esfuerzo: el domingo un gran verbo resucita y el ¡Yo Soy! agita el universo. #SonetosdeLimon
Las malas yerbas
Las yerbas salvajes tienen mala prensa. Se les dice “malas” no porque lo sean en verdad, sino porque no son comestibles, tienen generalmente espinas para defenderse, o algún veneno como esa “mala mujer” que se pone en los linderos para ahuyentar ladrones.
Junto a éstas, hay otras yerbas salvajes, inocentes e incautas, que crecen en las sementeras preparadas para la avena o el trigo. Con gran pujanza y brío, y sin que nadie las abone ni las quiera, crecen por encima de sus hermanas de raza, útiles éstas al hombre y aquéllas inútiles para cualquier fin que se les busque.
Yo creo que antes que el hombre se dedicara a la agricultura, cuando iba saltando de árbol en árbol, golpeándose los pechos, las yerbas salvajes eran las dueñas de la montaña y no tenían por qué rendir cuentas de su utilidad a nadie. Allí, al contrario, asomaba tímidamente su desvalido penacho, una espiga de maíz sin que nadie supiera entonces que, vencedor al pasar los siglos, el hombre quemaría los bosques para sembrar estas frágiles plantas que le producen el pozole y los tamales de elote.
Pero el hombre ha ido más allá. Con un odio escondido, arroja sobre los plantíos de su elección veneno para las yerbas salvajes. Así, con sus herbicidas y el fuego, va ganando una batalla empezada hace siglos: convertir su tierra en un desierto.
Porque las yerbas salvajes no tienen otra función, piensa aquel malvado, que dar flores pequeñas y humildes que no sirven ni para el día de los muertos.
Se olvida que para nuestros antepasados, aquéllos de la frente desnuda y orgullosa ante el sol de Anáhuac, la flor, aún la más humilde, era símbolo de poesía.