Las casas de las novicias adineradas dentro del convento de monjas de clausura de Cuernavaca eran otorgadas de por vida, a su fallecimiento, se heredaban a novicias familiares o pasaban con todo y sus dotes al fondo de “dotes de monjas difuntas”.
La casa principal de la madre superiora o abadesa era sólida y de una sola planta -que ahora es el Hotel Colonial muy modificada-, era también la entrada a las instalaciones. Es la única que se conservó habitable todo el tiempo, era la “Quinta Santa Bárbara”, nombre de la esposa de Leslie Anderson, quien compró al gobierno toda esa manzana, después la tuvo para descanso Maximino Ávila Camacho, quien la prestó o vendió al multimillonario Axel Wenner-Gren, quien fue protegido por el gobierno mexicano al ser acusado de espía doble en la 2a. Guerra Mundial.
Se dice que, en este convento ubicado en toda la manzana al oriente del convento de frailes franciscanos -hoy catedral-, estuvo interna por voluntad propia la Marquesa del Valle doña Juana de Zúñiga cuando recién era viuda de Hernán Cortés, lo que pudiera ser cierto ya que cuando ella regresó a España se internó hasta su muerte junto con su hija Catalina en el “Convento de la Madre de Dios”, en Sevilla.
Cuando los padres de las casaderas no encontraban un buen partido que mereciera a sus hijas, las internaban en el convento. Se sabe que Don José de la Borda pudo internar a una de sus dos hijas en este convento de Cuernavaca hasta cuando ya era un rico minero.
Para el ingreso, se debía donar al convento, una cuantiosa dote para cubrir los gastos de cada religiosa durante toda su vida, similar a la dote por matrimonio. Dotes que eran prestadas a comerciantes para generar intereses que pudieran cubrir los gastos durante la vida de la monja. Cuando una monja ingresaba al convento de clausura, renunciaba al mundo y no volvería a salir del monasterio, ahí mismo era sepultada.
El sostenimiento del convento requería fuertes cantidades de dinero para la alimentación, el vestido y el calzado de las monjas, además de los salarios de cocineras, lavanderas y planchadoras, sirvientas, del padre capellán, el médico, el boticario, el cirujano y del administrador, entre otros; así como el mantenimiento de sus instalaciones y solventar los gastos de misas, abogados para los pleitos y litigios en que constantemente estaban involucrados por los préstamos y financiamientos que otorgaban.
Las novicias podían ingresar desde los 14 años, que era la edad en que también podían casarse, donde se les enseñaban las primeras letras y “las labores mujeriles”.
Las celdas eran los dormitorios personales, tenían un oratorio y una cama cubierta con velo, alacena y ropero, todo empotrado en la pared. Las casas de las más adineradas podían tener hasta tres celdas para compartir con otras monjas por medio de una renta anual.
Los callejones internos tenían su nombre, a lo largo se ubicaban las casas y celdas.
De acuerdo con las recomendaciones del “Concilio de Trento”, las religiosas de nuevo ingreso portaban velo de blanco y debían rezar siete veces al día cada tres horas. Las religiosas veteranas tenían velo negro y solo rezaban Padre Nuestros y Ave Marías. “…tocándose las cuatro y media de la mañana rezando un rosario íbamos al chorro de agua; a las cinco y media tocaba la misa mayor, acabada ésta nos recogíamos en nuestras celdas y las más de las veces nos quedábamos allí a rezar salmos penitenciales o conmemorando aniversarios o salterios o a realizar algunas actividades en la cocina y otras áreas. A las once treinta nos tocaban a refectorio y después de fenecido, nos recogíamos nuevamente a descansar. A las dos de la tarde volvíamos al coro, donde después de rezar vísperas y completas y un espacio de rosario mental, nos retirábamos nuevamente a tomar descanso. Llegada la hora de la oración pasábamos al coro y hacíamos oración mental por espacio de una hora. Después se rezaba un rosario y terminado se tocaba a refectorio -hora de comer- y fenecido el cual se tocaba a recojo”. Estas rutinas eran similares en todos los conventos de la época virreinal.
Había una entrada secundaria para recibir los víveres y materias que se iban necesitando, este lugar era resguardado por la “madre de torno o tornera”, quien recibía los productos, era también el lugar donde se abandonaban recién nacidos. Por ahí también se entregaban los productos que elaboraban las monjas.
Las bañeras eran tinas donde se aseaban las monjas en su misma celda, ya que de acuerdo con las reglas estaba prohibido verse el cuerpo unas a otras.
El cementerio era la última morada de las monjas dentro del convento. Todos los conventos de monjas de clausura tenían su cementerio hasta el siglo XIX, que por razones sanitarias las autoridades implantaron la creación de camposantos en las afueras de las ciudades, pero hubo casos en que se solían fingir enterramientos en los camposantos llenando el ataúd con piedras, y enterrando los cuerpos de las monjas en el cementerio del convento. Es cierto que en una propiedad bien localizada del exconvento de Cuernavaca se percibe una fuerte y desagradable sensación de terror que eriza la piel, en lo que coincidimos plenamente quienes ahí hemos estado.
*Agradezco a la investigadora peruana Vanessa Chávez Vargas, el libro de su autoría y otros que son fuente parcial de este artículo.
¡Hasta la próxima!